miércoles, 24 de febrero de 2016

El fenómeno Trump


El Imperio, en crisis terminal, comienza las primarias presidenciales con un candidato sorpresa: Donald Trump, millonario fanfarrón y patotero, alternativamente comparado con Hitler y Mussolini, arrasa en las preferencias del electorado republicano. El fenómeno Trump comienza a ser asimilado recién ahora por una clase política en la cual, últimamente, la diferencia principal entre demócratas y republicanos parece ser el color de la corbata o cosas así. Las notas que siguen son del diario español El País:


Título: Donald Trump confirma en Nevada su dominio absoluto de las primarias

Epígrafe: El millonario gana el caucus con más del 40% de los votos en uno de los estados más diversos. Marco Rubio y Ted Cruz mantienen un virtual empate en el segundo puesto

Texto: Empiezan a faltar palabras para definir el dominio del millonario Donald Trump sobre las primarias del Partido Republicano. Ya no transmite la sensación de que puede ganar la nominación. Eso era la semana pasada. Con su victoria este martes en Nevada por 20 puntos de diferencia sobre el segundo, la sensación es de bola de nieve imparable. Con una cuarta parte de las mesas escrutadas, Trump ha arrasado con más del 43% del voto, mayor que cualquiera de sus victorias hasta ahora, ganando entre hombres, mujeres, casi todas las edades y razas. Lo que Trump llama “el movimiento” llega al momento crucial de las primarias convertido en un tornado que succiona todo a su alrededor.

No había pasado un minuto desde que empezaron a revelarse los resultados, a las nueve de la noche, cuando Associated Press, CNN, CBS, y NBC dieron al unísono el titular de que había ganado Trump. Era evidente solo con el recuento de algunas mesas clave. Cuando Trump quiere decir que algo es muy bueno, suele decir “el número dos ni siquiera existe”. Se puede aplicar en este caso. El recuento era lento y a medianoche, las nueve de la mañana en España, aún estaba en el 40%, pero las cifras no variaban.

La victoria en New Hampshire creó lo que se llama momentum en la campaña de Trump (esa sensación general de que alguien va lanzado), la victoria en Carolina del Sur demostró que puede ganar en el sur religioso y dejó sin argumentos a Ted Cruz. Este martes arrasó con todavía más diferencia en Nevada, uno de los estados más diversos de Estados Unidos, y dejó sin argumentos a Marco Rubio y su supuesto tirón entre minorías y la clase media asalariada. ¿Alguien se acuerda de quién ganó en Iowa?

Se acuerda Ted Cruz. Tan importante como el ganador esta noche era deshacer el empate virtual en el segundo puesto de esta carrera entre Cruz y el senador Marco Rubio, que se disputan el puesto de ser la alternativa que una a todos los republicanos que no quieren a Trump. Rubio y Cruz mantenían con el 40% escrutado un virtual empate en el segundo puesto cerca del 24% cada uno. En las últimas horas el senador cubanoamericano ha sumado importantes apoyos del establishment republicano que sugieren que es el elegido para dar la batalla.

Cualquier esperanza de que Cruz se retirara fue contestada en un discurso desafiante: “La historia nos enseña que nadie ha ganado la nominación sin ganar una de las tres primeras elecciones. Y sólo hay dos personas que hayan ganado una de esas. Donald Trump y nosotros. La única campaña que ha vencido a Trump y puede hacerlo es esta”, dijo Cruz.

La posible ventaja de Rubio sobre Cruz en Nevada no fue tal y además palidece ante la potencia de Trump. El millonario prácticamente tantos votos como los dos juntos. Trump se volvió a reír anoche con sus seguidores de quienes hacen el cálculo de que un solo candidato tendría posibilidades contra él. “No se dan cuenta de que según se van retirando candidatos, nosotros recogemos parte de ese voto”, presumió.

Para Rubio es una noche agridulce. Fue el único de los tres que no se quedó en Nevada para el recuento. Este estado tenía que ser su cortafuegos, la primera vez que ganara algo. Es hijo de inmigrantes, vivió aquí parte de su infancia, sus padres trabajaron en los casinos, fue mormón, nadie habla de tú a tú a los votantes de Nevada como Rubio. Y ha sido no solo aplastado por Trump con unas cifras inimaginables hace dos meses (como dijo el propio Trump), sino que Cruz le aguanta el paso. Una nota positiva la aportaba la encuesta a pie de urna de CNN, que mostraba que Rubio ganaba con el 41% entre aquellos que se han decidido en la última semana. También supera a Trump entre los menores de 30 años. Pero no ha ganado nada aún y no está claro qué puede ganar si no es Florida.

Durante su discurso de celebración, Trump destacó que había ganado en prácticamente cualquier categoría que se quiera dividir al electorado. “Somos los más listos y los más leales”, dijo. Pero sobre todo destacó un dato: “Lo dije desde el principio. ¡Hemos sacado el 46% entre los hispanos! Estoy muy contento con eso”. Los hispanos son el 28% de la población de Nevada. En el condado de Clark (Las Vegas), que concentra el 70% de la población del estado, Trump tiene alrededor del 50% del voto, el doble que Rubio, un hispano que habla español. El partido calcula que el 10% de sus votantes en Nevada son latinos.

La impresionante victoria en Nevada llega a una semana del supermartes, cuando votan 11 estados y la carrera se vuelve verdaderamente de ámbito nacional. Esto eran solo pruebas en estados laboratorio. A partir de ahora, frenar a Trump es cada vez más difícil y cada vez más caro. No es lo mismo hacer campaña en estados de dos millones de habitantes que en Texas. Mientras la carrera siga dividida con otros cinco candidatos es imposible saber si hay una mayoría de los republicanos que no quiere a Trump. Y según avanzan las primarias, ganando estados con un 35%-40% del voto, sigue sumando delegados para la Convención Republicana. Eventualmente, evitar que sea el nominado será matemáticamente imposible.


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Título: De Obama a Trump

Epígrafe: La posibilidad de que el magnate ganase las presidenciales era descabellada: hoy sigue siendo remota, pero ya no es inverosímil

Texto: Hace ocho años, Estados Unidos estaba a punto de elegir a su primer presidente negro. El demócrata Barack Obama prometía terminar con décadas de divisiones. Era un político inusual: mesurado, paciente, capaz de analizar todos los aspectos de un problema antes de adoptar una decisión, consciente de los límites de su poder y el de su país, pragmático y al mismo tiempo visionario.

Hoy un hombre de negocios deslenguado y fanfarrón, con una tendencia irrefrenable al insulto y un mensaje xenófobo que recoge las tradiciones más sombrías de la política estadounidense, tiene opciones claras de lograr la nominación del Partido Republicano a las elecciones presidenciales de noviembre.

La victoria de Donald Trump, el martes, en Nevada, el cuatro estado en votar en el proceso de primarias y caucus (asambleas electivas), no significa que él vaya a ser el nominado, ni mucho menos que gane las presidenciales. Esta es una carrera de fondo.

Los obstáculos son enormes: en un país diverso y, más allá de las caricaturas, políticamente centrado, el Partido Republicano se arriesga a convertirse en una fuerza marginal si presenta a Trump. Pero hasta ahora ha desmentido todos los pronósticos sobre su inminente caída. Hasta hace unas semanas la posibilidad de que Trump sucediese a Obama era descabellada; hoy sigue siendo remota, pero ya no es inverosímil.

¿Cómo se ha llegado hasta aquí? Algunos señalan a la inacción de los dirigentes del Partido Republicano o de sus líderes de opinión: o bien, como la mayoría de observadores, nunca creyeron que Trump llegase tan lejos, o se lo tomaron a chiste. El ascenso del heterodoxo Trump —un candidato sin ideología definida, con retórica ultraderechista en inmigración y casi de izquierdas respecto al comercio internacional o el poder de las farmacéuticas— representa una OPA hostil al Partido Republicano. Al mismo tiempo, Trump es un espejo deformado e hiperbólico de la visceralidad de los republicanos durante los años de Obama.

Trump ha contado con un aliado valioso en los medios de comunicación, que se hace eco de cada astracanada suya y le regala horas y horas de pantalla. Ningún candidato, de ningún partido, ha contado con tanta cobertura televisiva como Trump, un showman capaz de mantener durante un mitin de 45 minutos la atención del público. Su personalidad —un triunfador, un multimillonario— es su atractivo.

Obama debía unir Estados Unidos, pero, cuando abandone la Casa Blanca en enero, dejará un país polarizado política y racialmente. Como demuestra el bloqueo en el Tribunal Supremo tras la muerte del juez Antonin Scalia, la parálisis en Washington continúa. Los años de Obama habrán sido, también, los de las tensiones por el trato policial a los negros, el miedo de sectores de la mayoría blanca a perder su estatus en un país más multicultural, y la erosión continuada de la clase media.

Trump —el anti-Obama: no sólo por sus ideas políticas, sino por su personalidad— es la expresión última del malestar.


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Título: Donald Trump transforma al Partido Republicano

Subtítulo: El favorito del 'Grand Old Party' conecta con la base conservadora reventando dogmas

Texto: Donald Trump, guste o no a los dirigentes de la derecha estadounidense y a sus líderes de opinión, es el nuevo referente del Partido Republicano. El Grand Old Party —el gran y viejo partido de Lincoln, Eisenhower, Reagan y los Bush— puede caer en manos de un magnate de la construcción y los casinos que ofrece una síntesis ideológica extraña: una mezcla de propuestas ultraconservadoras con otras asociadas en Estados Unidos a posiciones progresistas. Y un punto en común: la improvisación.

Ni de izquierdas ni derechas, sino todo lo contrario: Trump, un político novato que en el pasado tuvo simpatías demócratas, redefine al Partido Republicano. Era el partido del big business, los intereses de las grandes corporaciones y los grupos de presión. Controlado por un establishment férreo, lograba imponer a un candidato pragmático y con experiencia para la nominación a las elecciones presidenciales.

Las tradiciones y las familias contaban. Su último presidente, George W. Bush, no era popular, tampoco en el partido, pero era un tabú, entre cualquier republicano con aspiraciones, cuestionar la invasión de Irak de 2003 y menos su papel en los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001.

Para los republicanos, el apoyo a Israel era incondicional. La ortodoxia prescribía asimismo promover el comercio internacional frente al proteccionismo asociado a la base sindical del Partido Demócrata. Era el partido que se oponía al intervencionismo estatal y defendió una reducción al mínimo del estado del bienestar.

Estos son algunos de los dogmas que Trump ha reventado. La victoria en Carolina del Sur, el sábado, llega después de acusar a Bush de mentir sobre la guerra de Irak y sugerir que no protegió a EE UU ante el 11-S, una declaración que bordea las teorías conspirativas de los truthers, los que ponen en duda la verdad de los atentados.

Trump ha dicho que, ante el conflicto entre israelíes y palestinos, se considera neutral. Elogia al presidente ruso, Vladímir Putin, señalado como uno de los peores rivales de EE UU por el establishment republicano. Y sostiene que programas públicos como las pensiones de jubilación y la sanidad para mayores de 65 años deben mantenerse intactos, sin las reformas irrenunciables para su partido.

Trump combina estas propuestas, algunas de las cuales desbordan por la izquierda al Partido Demócrata, con posiciones próximas a la extrema derecha. La propuesta de cerrar las fronteras a los musulmanes, la de expulsar a los once millones de inmigrantes sin papeles y la retórica ultranacionalista (“Debemos cuidad de nuestra gente”, dijo en el último debate) dinamitan los esfuerzos de las élites republicanas para atraer a las minorías, clave en las elecciones presidenciales del futuro.

Si Trump se convierte en el nominado para las presidenciales de noviembre, será el líder de facto del Partido Republicano. Su ideología será la línea oficial delGrand Old Party. ¿Cómo definirla?

“Es el ‘trumpismo’”, responde a EL PAÍS, David Frum, uno de los conservadores que en artículos y conferencias ha intentado entender el fenómeno Trump. A Frum se le atribuye la autoría de la famosa frase del eje del mal en un discurso de George W. Bush, para quien escribió discursos cuando Bush era presidente.

“El trumpismo”, continúa Frum, “es la creencia en que Donald Trump es maravilloso y tiene respuesta a todos nuestros problemas”.

Frum ve improvisación detrás de muchas de las posiciones de Trump, más que a una doctrina definida. Un ejemplo es su equidistancia ante Israel y Palestina.
“Si le digo a usted que hay una elección en el estado indio de Bihar y hay un partido comunista y un partido extremista hindú, y le preguntó a favor de quién está. ¿Qué dirá? 'No lo sé'", dice. "La respuesta no valdría mucho la pena porque no habría pensado en ello. Muchas de las respuestas [Trump] se le ocurren al momento. Sería un error decir: esto significa esto o aquello, porque mañana quizá dará otra respuesta”.

Frum cree que Trump ha sabido conectar con los votantes republicanos en un momento en que las élites del partido se habían desconectado. Las élites defendían una política exterior agresiva, una reducción del estado del bienestar y una reforma migratoria. Los votantes, todo lo contrario. Trump lo ha entendido mejor que nadie.


Subnota: Versión exagerada de la retórica más conservadora

Texto: No es seguro que Donald Trump sea el nominado del Partido Republicano, pero su influencia se deja notar. La inmigración no era un tema de debate cuando él declaró su candidatura en junio: sus propuestas han obligado a la mayoría de republicanos a endurecer sus posiciones. A veces Trump va a contracorriente del partido, pero también es una versión desquiciada de los sectores más combativos —con la inmigración, por ejemplo— y dela retórica inflamada de la derecha en los años del presidente demócrata Barack Obama.


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Título: Los candidatos ‘antiestablisment’

Epígrafe: Bernie Sanders se presenta como la némesis de Trump, pero los dos intentan responder a un electorado desengañado

Texto: Las victorias de Bernie Sanders y Donald Trump en las primarias de New Hampshire, el pasado 9 de febrero, no representan exactamente una premonición, pero ilustran la pujanza del populismo en la carrera hacia la Casa Blanca, y establecen una conexión 'antiestablishment' entre dos candidatos al mismo tiempo antagónicos: hombre rico-hombre pobre, cristiano-judío, xenófobo-filántropo, instinto-neuronas, pistolero-pacifista, antipolítico-político, carismático-corriente, ultraliberal-socialista, individualista-colectivista.

Podría añadirse en este juego de las diferencias la más convencional de todas, republicano-demócrata, pero las expectativas de Trump y de Sanders se explican precisamente por la distancia que han adoptado respecto al viejo paradigma. Necesitan ambos matizar su distancia del sistema, responder a la congoja de un electorado desengañado, descreído, aunque hayan emprendido caminos contrapuestos de proselitismo. Trump erige su mesianismo desde el miedo, apelando a las vísceras y a la buena salud del chivo expiatorio. Bernie Sanders lo hace desde la utopía, estimulando el eslogan de un mundo mejor y más justo, confortado en el idealismo.

Ahí radica su adhesión orgánica y retórica a los fenómenos políticos que han prorrumpido en Grecia, Reino Unido y España, trasladando los síntomas y las ambiciones de una internacional de nuevas izquierdas sobre el cadáver de la antigua o anticuada socialdemocracia. Lo dijo el propio Sanders cuando Jeremy Corbyn se convirtió en el líder de los laboristas el pasado mes de septiembre: “Necesitamos un líder en cada país del mundo que recuerde a los millonarios que no pueden tenerlo todo” (The Huffington Post).

No podía sospechar entonces Sanders que las primarias fueran a convertirlo en la opción estadounidense, precisamente en perfecta oposición al icono de millonario insaciable. Trump es la expresión del mal. Un populismo al que se debe y puede combatir con otro populismo, dotado este último de una legitimidad moral porque extiende la mano al inmigrante, abandera el pacifismo, clama por la redistribución de la riqueza, devuelve al Estado un papel tutelar y fomenta la conciencia medioambiental, a expensas de los petroleros que están corrompiendo el planeta.

El ideario lo ha hecho suyo el papa Francisco. O ha sido el pionero en divulgarlo, de tal manera que la agonía de la izquierda populista en América Latina —Kirchner constituye el último ejemplo— se produce al mismo tiempo que la resucita el páter bonaerense Bergoglio, un pontífice muy político, cuyas condenas al dinero y a la injusticia social, vinculadas a la épica de la teología de la liberación, se han granjeado la admiración de los nuevos líderes izquierdistas. Empezando por Pablo Iglesias y por la rehabilitación coyuntural de una doctrina católica que evoca los escritos de Léon Bloy (1846-1917) y su azote a la casta abyecta de los millonarios. Concibió el autor francés el ensayo La sangre del pobre (1909) para denunciar la ecuación según la cual la riqueza de unos se produce por la pobreza de los otros, o a expensas de ellos, estableciendo una causalidad de la que discrepan muchos economistas —no sólo liberales— y en la que coinciden Sanders, Corbyn e Iglesias.

Se han hecho los tres franciscanos y no han podido reclutar a Alexis Tsipras, porque el pionero del desafío a las políticas de austeridad ha sido castrado por Angela Merkel, domesticado como el Hediondo de Juego de tronos, y expuesto incluso como un escarmiento a las ideas revolucionarias.

Otra cuestión es interpretar el gatillazo de Tsipras como un accidente prosaico, casi inevitable, en la construcción de una internacional a la izquierda de la izquierda que tanto denuncia la inanición de la socialdemocracia —el socialismo francés y la sinistra italiana han mutado hacia posiciones conservadoras—, como se contrapone al populismo feroz, excluyente, identitario de la extrema derecha —Francia, otra vez, y también Orban o Farage— un populismo de cualidades pedagógicas, evangélicas.

“En su naturaleza volátil, el populismo puede encenderse desde la reforma o desde la reacción, desde el idealismo o desde los enemigos exteriores”, escribía George Packer en la revista The New Yorker matizando las diferencias —y las connivencias— entre Trump y Sanders. “El populismo es una actitud y una retórica más que una ideología. Se plantea la batalla del bien contra el mal, aportando soluciones simples a problemas complejos”, añadía.

Sanders ha localizado la zona cero en Wall Street. Igual que ha hecho el papa Francisco. Y se les han adherido Iglesias y Corbyn con un programa embrionario, voluntarista e ingenuo que aspira a convertirse en criterio general de regeneración democrática. Se trata de presionar fiscalmente a las rentas altas, de poner límites y condiciones a los tratados de libre comercio —muchos de ellos fomentados por Obama…—, de devolverle al Estado antiguas prerrogativas —cuestionando incluso la cesión de soberanía que justifica el proyecto comunitario—, de afrontar con sentido humanitario las emergencias de los flujos migratorios, de discutir el papel geopolítico de la OTAN, de fomentar el pacifismo y de asumir una responsabilidad específica en la protección del planeta.

Es una alianza de intereses que no exige contraprestaciones metafísicas, ni obediencia eclesiástica. De hecho, la credibilidad iconoclasta de las nuevas fuerzas políticas consiste en haber abjurado de cualquier expresión del sistema. Bernie Sanders repudia el dinero con que quieren financiarlo algunos millonarios demócratas, del mismo modo que Jeremy Corbyn representa la contrafigura del laborismo convencional. Y reivindica para sí, como Iglesias, una suerte de sinceridad, de virginidad, respecto a los grupos de presión económica, o frente a la abstracción de los poderes fácticos, sabiendo además que su discurso asambleario seduce a las clases desfavorecidas tanto como interesa a los urbanitas y a los universitarios.

El gran desafío consiste en la modulación del diagnóstico a las soluciones. Y en el salto de la retórica y del voluntarismo a la realidad, con el problema que supone la exageración del gasto público, el tratamiento sentimental del problema migratorio y hasta la candidez del pacifismo en tiempos de probada ubicuidad terrorista. Incurriría este populismo en el idealismo, incluso en la demagogia, pero el populismo de Trump y de Le Pen, construido desde la psicosis, la pureza étnica y la identidad, despierta los peores fantasmas de la sociedad, y nos lo hemos tomado a broma hasta que la Casa Blanca y el Elíseo se les han puesto a tiro de piedra.


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Título: Nadie quiere ser 'establishment'

Subtítulo: El gran argumento en las primarias de Estados Unidos es el ataque contra una liga de poderosos en la que ninguno se siente incluido

Texto: Todos atacan al establishment. Pocos saben exactamente qué es y quiénes son sus miembros.

El aspirante republicano Ted Cruz habla del cártel de Washington, una especie de organización semicriminal dedicada a hacer la vida imposible a los ciudadanos y acabar con sus libertades. Otros, como el candidato demócrata Bernie Sanders, apuntan a Wall Street, el conglomerado financiero que con su influencia desmedida en la política y la economía pone en riesgo la cohesión social. El mayor detractor del establishment es el favorito del Partido Republicano, el magnate inmobiliario Donald Trump, hijo de millonario, neoyorquino, miembro ilustre de la elite de la Costa Este de Estados Unidos que, históricamente, se ha asociado con el establishment.

Desde que el término se popularizó en los años sesenta, el establishment (literalmente, el establecimiento) siempre es el otro.

“Una característica de la mayoría de pensadores y escritores que se han dedicado a este tema es que lo definen de tal manera que ellos se colocan fuera de él e incluso se sitúan como víctimas”, escribió el periodista Richard Rovere enThe American Establishment, un ensayo publicado en 1961. Rovere se burlaba de las teorías conspirativas según las cuales una élite formada por financieros, empresarios, políticos y profesores del nordeste de EE UU movía en la sombra los hilos del poder. Lo comparaba con la jerarquía soviética. The New York Timesera su principal órgano de información y la revista Foreign Affairs "disfrutaba, en su campo, de la autoridad de Pravda o Izvestia".

Se atribuye la invención del término a otro periodista, Henry Fairlie, que lo usó por primera vez en 1955, referido a la política británica. “Por establishment no me refiero sólo a los centros del poder oficial —aunque sin duda forman parte de él— sino más bien a todo el entramado de relaciones oficiales y sociales en el que este poder se ejerce”. Una década después, Fairlie admitió que, por su “vaguedad y carácter informe”, la palabra puede usarse “en casi cualquier país y aplicarse a casi cualquier cosa”. Otros lo llama casta.

Hace unos días, cuando le preguntamos en Washington qué era el establishment, un veterano de la Casa Blanca de George W. Bush dijo: “La gente usa el término y no significa nada. Dicen que son los lobistas, pero ellos no tienen poder, son empleados. Distrae más que ayuda”.
El repudio de establishment está inscrito en los genes de EE UU, país nacido con una revolución contra el establishment por excelencia de la época: la monarquía británica. Hoy podría ser K Street, la calle de los lobbies en Washington. O el Congreso. También la Casa Blanca y los aparatos del partido republicano y demócrata. La lista es larga: Wall Street; las universidades de la Ivy League, la exclusiva liga de la hiedra; los gobernadores de los 50 estados; los medios de comunicación liberales (progresistas en EE UU), como dicen los conservadores para referirse a los diarios y televisiones generalistas; dinastías como los Bush o los Clinton.

La derrota de Jeb Bush, hijo y hermano de presidentes, y el ascenso de Trump en la carrera por la nominación republicana, es la derrota del establishment: si alguien mueve los hilos, los mueve muy mal. Pero, de acuerdo con esta teoría, el establishment no está muerto: la favorita demócrata es Hillary Clinton, miembro insigne del club.

El problema es que se trata de un club “vago e informe”, por citar a Fairlie. Quien ayer era antiestablishment hoy lo representa (los mismos padres de la patria, que se rebelaron contra la monarquía británica, era el establishment local).

En 1993, el Times de Londres escribía que “el establishment está alarmado por la exhibición abierta de poder político” de la entonces primera dama, Hillary Clinton. El senador Marco Rubio, aspirante a la nominación republicana, logró su escaño en 2010 como candidato contrario al establishment y ahora es la última esperanza del establishment para frenar a Trump. Y Trump, que procede del establishment neoyorquino y es ahora el terror del establishment, se convertiría en su máximo líder si ganase las elecciones presidenciales de noviembre.

Ningún candidato quiere ser el establishment, pero todos están destinados a encabezarlo si logran el objetivo de la presidencia.

2 comentarios:

  1. Si "un político inusual: mesurado, paciente, capaz de analizar todos los aspectos de un problema antes de adoptar una decisión, consciente de los límites de su poder y el de su país, pragmático y al mismo tiempo visionario" admitió tantas masacres e invaciones ¿Que hará un bodoque con dinero cómo Donald Trump? ¿Destruír checoslovaqia (unidas o por separado)?

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